Dos historias, un huracán; anécdotas que erizan la piel

El paso de Otis por Acapulco, un panorama desolador y en algunos casos, aterrador. Foto: Bautista.

Miguel Ángel Bautista González

Hay historias, relatos y anécdotas que aún no han contado quienes vivieron en carne propia el embate del huracán Otis en Acapulco. Algunos no logran asimilar lo que les pasó, pero siempre les reconfortará decirlo, narrarlo, así vuelvan a vivir esa noche del 24 de octubre y la madrugada del 25.

Son recuerdos de un fenómeno meteorológico que no respetó niveles, ni clases sociales, que a todos afectó por igual. Tuve la oportunidad de escuchar dos vivencias de lo acontecido, relatos que me hicieron sentir como propios el miedo y el horror vividos.

Liz: llorando llegué a mi casa

Liz es una joven mesara que trabaja en bares del centro de Acapulco.

Relata que el 24 de octubre le tocó trabajar, y su turno terminaría al día siguiente. La alerta del huracán parecía no intimidar a quienes departían alegres en el bar donde ella labora; sin embargo, con el correr de las horas, los parroquianos comenzaron a retirarse. A eso de las 9 de la noche ya estaba sola con el encargado del establecimiento.

Si bien ella ya había pasado otras tempestades en ese sitio, nunca se imaginó lo que estaba por ocurrir.

Fue como a las 10 de la noche que el viento comenzó a sentirse —nos dice—; de prisa, ella y el encargado comenzaron a cerrar y asegurar los ventanales; sin embargo, uno de ellos no pudo ser asegurado; era el que estaba cerca de la barra y contiguo a la calle.

Dice que vio cómo el ventanal era azotado varias veces; las botellas de la barra volaron del lugar donde estaban; ellos no tuvieron más opción que refugiarse en un rincón, lejos, muy lejos, de esa ventana que se había convertido en un peligro.

Pasadas las 12 de la noche, ya había dejado de fluir la electricidad, y la oscuridad se había apoderado del lugar. Ya refugiados, oyeron cómo caían objetos en las calles, el ruido de láminas era una constante. Por un momento pensaron que la estructura del lugar cedería ante el embate del viento.

A las 3 de la madrugada del 25 llegó la calma; una ligera lluvia y vientos menores era lo que había dejado el paso del huracán por ese lugar.

Al clarear el día, a eso de las 6 de la mañana, ella se retiró; la inquietud de saber cómo estaba su familia apresuró su salida. Se horrorizó al ver el desastre.

Ella vive en la colonia Cuauhtémoc, cerca de Calle 10. Al salir y dirigirse a su casa, recorrió a pie un tramo hasta llegar a la avenida Ejido; no podía creer lo que veían sus ojos: árboles tirados, estructuras metálicas derribadas, láminas galvanizadas esparcidas por todas las calles. De sus ojos no dejaban de brotar las lágrimas.

El escenario la hizo tambalear, pero a la vez le dio fuerza para llegar a su casa; la desesperación se apoderó de ella, pero aun así continuó su marcha.

Al llegar a su casa, abrazó a su mamá y a su hijo; el saber que estaban bien y que el huracán no los había herido, ni golpeado, alivió un poco su pena. Dice que se abrazaron todos en una reivindicación fraternal.

“Salí recién operada”

Sofía es una profesionista. Ella vive en el fraccionamiento Marroquín. Adquirió hace unos años una casa en esa zona. La vista desde ese lugar es espectacular, adornada con ventanales de grandes dimensiones, donde ha tenido la oportunidad de apreciar los espectáculos pirotécnicos de fin de año.

Ella contó que ese día del 24 de octubre tenía planeada una cirugía menor en el hospital de Renacimiento. Estaba atenta desde un primer momento al fenómeno meteorológico que se acercaba al puerto. Pero, al igual que todos, nunca se imaginó el impacto y el desastre que causaría en todo el municipio.

La cirugía estaba programada para la mañana de ese 24 de octubre, y después ella debía reposar 24 horas cuando menos; pero pasada la anestesia empezó su preocupación: el hecho de no tener a su lado a sus hijas la inquietó; la evolución del fenómeno hasta categoría 5 le preocupó.

A eso de las 9 de la noche, aún dolorida por la cirugía, no pudo más y comenzó a vestirse para retirarse del hospital; las recomendaciones de los médicos no la intimidaron; ya el viento se sentía en el puerto. Como pudo, abordó su vehículo y salió del lugar; el tránsito en las calles era escaso o nulo; no tuvo contratiempo para llegar a su casa.

Al arribar, su esposo y sus hijas no lo podían creer. Llorando los abrazó, y buscaron refugiarse. El embate del huracán primero rompió los ventanales de la sala; volaron los aparatos eléctricos. Trataron de refugiarse en la alcoba principal, mala decisión.

Vieron cómo tronaron los vidrios, pero tuvieron oportunidad de buscar refugio en otra recámara, todas ellas con ventanales. El peligro era constante.

El miedo hizo presa de la familia. Todos se pegaron a una pared, cerca de la escalera, donde chorros de agua corrían, y ahí pudieron oír cómo en su terraza una estructura metálica era arrasada por el viento. Lloraba al recordar.

Yo, por un momento, sentí un nudo en la garganta y mis lágrimas estuvieron a punto de brotar, en solidaridad con su vivencia.

Ya más calmada, nos dice que nunca pensó en el fenómeno, ni en sus consecuencias; su prioridad era estar al lado de su familia; verla; abrazar a sus hijas, a su esposo. Con orgullo dice: “un huracán no me detendrá jamás”.

Ella sufrió cuantiosa perdida en su casa, pero da gracias a Dios por estar bien y porque su familia también supo cómo enfrentar este fenómeno nunca vivido por quien esto escribe, ni por gente mayor con la que he conversado.

El huracán Otis ha dejado vivencias y enseñanzas. Sería deseable que las autoridades, ahora sí, nos pudieran recomendar cómo enfrentar huracanes antes, durante y después, como con toda pompa dicen en sus anuncios de protección civil.

No es excusa que el fenómeno se haya desarrollado de manera inusual, ni que nadie esperaba que un día había de pasar.

Muchos sufrieron pérdidas materiales, pero muchos otros perdieron a familiares; muchos siguen buscándolos. Para ellos, nuestra solidaridad y condolencias.

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