Estragos de la validación democrática

Desde hace poco menos de tres siglos en que la democracia es el horizonte político a seguir por las sociedades con el aparente derrocamiento de regímenes comandados por una mezcla de monarquías, aristocracias, terratenientes, déspotas, usureros millonarios, líderes religiosos y militares, se erigió una base teórica e ideológica-cultural para mantener el presupuesto donde “el pueblo” es la abstracción por medio de la cual la humanidad va a llegar al pináculo de su desarrollo absoluto.

A partir del siglo XVIII la democracia ha sido atendida y nutrida por filósofos, científicos, pensadores, políticos y gobernantes para impulsar la creencia de que “el pueblo” es el origen y el fin del quehacer social por donde tienen que filtrarse las aspiraciones de los individuos de todas las edades.

La democracia, una conformada por ideales que ratifican una clase de fe política y económica del orden y el progreso, fluctúa entre la libertad no concretizada de las interacciones sociales y las capacidades económicas y modo de vida en que sólo importa la pertenencia a una clase, el reconocimiento y la movilidad.

En este soporte filosófico y normativo construido por pensadores como Locke, Montesquieu, Rousseau, Voltaire, Tocqueville, Weber, Bobbio y Pareto, así como juristas, economistas y sociólogos, entre otras personalidades más que no alcanzaría a enumerar, la democracia ha sido controlada y dirigida por las instituciones de los Estados, partidos políticos, sindicatos, comunicadores y capitalistas de gran calado a nivel internacional y local, que han convertido el ideal del “gobierno del pueblo” en un conjunto de procedimientos en el que lo menos trascendental es la base social.

Con este caudal de experimentaciones, cambios, adjudicaciones y leyes, la democracia es hoy en día un escenario para legalizar y legitimar el poder, como marca institucionalizada, para que se preserven los procesos de dominación, en los que la cúpula piramidal se adjudica el control de las masas, por medio de explotar y renovar el imaginario social para que sea la utopía inconclusa que hay que retomar cada periodo electoral.

Si alguien afirma lo contrario es porque no se ha puesto a analizar que los sistemas políticos son diseñados e instaurados por los detentadores del poder, que fortalecen la dependencia de las personas a las vías amorfas de autoridad hacia gobiernos, congresos, organismos reguladores de las actividades que se llevan al cabo.

La democracia no es el juego de la conciencia libertaria para forjar sociedades dignas y justas, sino un deporte en el que los jugadores titulares, árbitros y reglas son prácticamente principios y valores intocables, y la sociedad es simple espectadora que modifica su pensar y actuar por las voces, los ordenamientos y los escritos difundidos por liderazgos, grupos de presión, representantes de partidos y la cauda de intelectuales orgánicos que defienden los intereses políticos-económicos-financieros que están siempre presentes en las estructuras sociales macro y micro.

En la praxis, todo esto se ve concretado en las contiendas electorales, en los corrillos de la burocracia del Estado y en los centros de mando del modo de vida imperante en lo que se ha llamado este y peste. Por ello, la democracia es el escenario en el que los muy pocos hacen que los muchos se enfrasquen en batallas entre los buenos y los malos y en perseguir la visión predispuesta por el sistema político.

Las ideologías no están en juego, sino que sólo existe la persecución de los intereses que persiguen las élites, que promueven una falsa competencia por la vía de conformar un abanico de productos (candidatos) que continuamente se ponen en las vitrinas electorales y también en los procesos de selección de puestos en el poder, como el caso del Poder Judicial y otros miembros de comisiones y organismos, que no pasan siquiera por el tamiz social.

Arriba el despliegue de negociaciones, concesiones, amagos y presiones, escenarios en que todos atraen para sí cuotas de poder. Abajo el aquelarre de pasiones inducidas en el que se discuten quiénes serán los que ahora sí estarán por y para la sociedad.

En el hoy, como lo que está sucediendo en México, Perú, Ecuador y Estados Unidos, por ejemplo, no está en juego ningún cambio medianamente real o transición política, sino una reformulación para perpetuar lo establecido con algunas modificaciones someras que tengan entretenidas y divididas a las masas sociales.

Quien se diga engañado o caiga en frustración o depresión sólo requiere ver, de manera abierta y crítica, que el sistema político es el tablero donde, al final, los protagonistas negocian prebendas para conseguir puestos públicos, curules en diputaciones y senadurías, entre otras plazas de poder.

 

Fotos: Internet

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